martes, 28 de noviembre de 2017

LA ABYECCIÓN POR EL OTRO EN LOS EXÁMENES...

LA ABYECCIÓN POR EL OTRO EN LOS EXÁMENES DE INSTRUMENTO DEL CONSERVATORIO

por ORLANDO MUSUMECI

CONSERVATORIO ALBERTO GINASTERA
UNIVERSIDAD NACIONAL DE QUILMES
UNIVERSIDAD DE BUENOS AIRES
INSTITUTE OF EDUCATION - UNIVERSITY OF LONDON




La superposición de las 
relaciones de poder 
y de las relaciones de saber 
adquiere en el examen 
toda su notoriedad visible. 
M. Foucault

Mariana
En el Auditorio del Conservatorio todo estaba listo para el examen final de Mariana: las tarjetas de invitación enviadas y recibidas, el público – que incluía muchos, aunque no todos, parientes – sentado en sus lugares, el fotógrafo con la cámara lista, el equipo de grabación conectado, y las flores frescas y preparadas para ser entregadas a Mariana al final del recital. Los profesores de la mesa examinadora entraron al recinto; no eran tres sino cinco −como lo requería este tipo de evento no tan frecuente− y uno de ellos era miembro del equipo directivo del conservatorio.
Luego de una pausa Mariana subió al escenario y saludó al público. Estaba espléndida en su vestido nuevo, y resultaba evidente que había pasado un buen rato en la peluquería y maquillándose. La ocasión ciertamente lo merecía: había estudiado en el conservatorio durante años y esa noche era su consagración como cantante profesional.
Mariana miró a su maestra, la Sra. Chambonnier, y con un gesto de la cabeza le indicó al pianista que estaba preparada para empezar a cantar. Cantó durante casi una hora. En las primeras arias se podía notar cierta tensión, los fiatos no eran muy exactos, algunas notas cromáticas resultaban imprecisas, pero Mariana gradualmente se recuperó y pudo manejar los nervios y así ganar control sobre su interpretación. Al final, y a pesar de que el repertorio tuvo altos y bajos, su desempeño podía considerarse en general satisfactorio. Ciertamente no había sido el mejor examen escuchado dentro de esas paredes, pero afortunadamente la escala de calificaciones tenía varios niveles –de 4 a 10– para acomodar estas diferencias.
El recital terminó, le entregaron las flores a Mariana, tomaron las fotografías, y todo el mundo dejó alegremente el auditorio para permitir que el jurado deliberara solo.
Les tomó 40 minutos. La Sra. Chambonnier, presidente del jurado, hizo entrar a Mariana y le informó que había sido reprobada. La razón era que su interpretación había demostrado que todavía no estaba lista para graduarse. –‘Pero Ud. me escuchó ayer en su estudio privado y me dijo que debía venir al examen’– protestó Mariana –‘Pero nunca te dije que el resultado fuera ciento por ciento seguro. Te advertí que en ciertos lugares había problemas que faltaba resolver, como en el Schubert, verdad?–, contestó la maestra. Pero Mariana ya no pudo escuchar nada más. Había estallado en amargo llanto y aturdida, todavía con el ramo de flores en la mano, se preguntaba qué era lo peor de la situación: ¿la humillación frente a los que la esperaban afuera, la traición de su maestra, la sensación de haber perdido tantos años en el conservatorio sólo para llegar a ese punto, o la dolorosa revelación de que no tenía el talento suficiente para convertirse en cantante? Para ella fue terrible.
Introducción
En los conservatorios es frecuente y habitual que los alumnos que rinden un examen de canto o instrumento sean menospreciados y humillados por la comisión de profesores encargada de su evaluación. En esos exámenes invariable y frecuentemente se generan situaciones en las que los alumnos peor preparados, o percibidos como menos talentosos, son víctimas de un maltrato especial, consecuentemente son calificados con notas bajas o reprobados, y hasta ha habido casos en que alumnos que rendían el examen final de su carrera fueron brutal e inesperadamente aplazados por los mismos profesores con los cuales habían estudiado durante toda su carrera. Tal es el caso de la historia de ficción que encabeza este trabajo, basada en un hecho real sucedido en el conservatorio
Alberto Ginastera hace unos pocos años.
Aunque no participé personalmente, conozco bien a todos los involucrados y escuché el relato de lo sucedido de primera mano. Por otro lado me consta que, aunque excepcional, el caso no es único, ya que recientemente he sido partícipe impotente de una situación muy similar integrando un jurado de examen: un alumno de guitarra que fue aplazado en el último examen del profesorado superior. En este caso, que sí presencié personalmente, las deliberaciones de los profesores después del examen abordaron apenas tangencialmente las cuestiones musicales específicas, girando en cambio alrededor de asuntos tan mezquinos como los celos profesionales e institucionales: a los profesores les molestaba que el dicho alumno hubiera estudiado con fulano de tal en otro conservatorio –atribuyéndole a ambos intenciones tan retorcidas como improbables– y los alarmaba la posibilidad de que, en el caso de aprobar su examen y recibirse, se convirtiera en su competidor y les disputara las futuras cátedras.
Aún sin llegar a esos casos extremos, es frecuente y normal que durante los exámenes los profesores hagan muecas de desagrado mientras tocan aquellos alumnos que consideran ‘malos’. Para los docentes parece ser una situación tan insoportable que no sienten siquiera la necesidad –fruto del más elemental pudor social– de disimular su fastidio. Por el contrario, si el examinado toca mal, se diría que una actitud respetuosa −o al menos neutral− de su parte podría interpretarse como aprobación, lo cual iría en desmedro de su reputación musical, y por lo tanto necesitan exteriorizar su disgusto para dejar bien en claro que ellos no están satisfechos con el examen. ¿Puede imaginarse una mayor muestra de desconsideración humana hacia el otro?
Lamentablemente, los conservatorios nos tienen acostumbrados a este tipo de actitudes y conductas. Por ejemplo, Kingsbury (1988) explica que en los conservatorios domina la idea de que
“se serviría mal a la música si se les permite a los estudiantes menos hábiles pasarla mejor... El descarte de los estudiantes percibidos como menos talentosos, menos avanzados, o menos ‘musicales’ es generalmente aceptado como necesario e inevitable en la vida del conservatorio, aún cuando esto se logre de una manera desagradable” (p. 105).
Sin embargo, quienes son maltratados durante los exámenes no necesariamente suelen tocar mal, aunque el maltrato se ve crecientemente justificado cuando el examinado no toca todo lo bien que se esperaría de él. También, en ocasiones esta falta de consideración tiene manifestaciones más sutiles, como cuando llegado el momento del examen los profesores a priori quieren escuchar lo menos posible a los alumnos. Muchos se impacientan, y quieren irse a sus casas cuanto antes, argumentando que ‘una cosa es un concierto, y otra muy distinta un examen’. Esto parece entrañar una contradicción, ya que dudo de que durante sus clases estos mismos profesores establezcan diferencias entre una interpretación ‘para concierto’ y otra ‘para examen’; hay una buena cantidad de acuerdo respecto a que idealmente la concentración y entrega artística necesarias para interpretar una obra deberían ser similares ya sea que se trate de un ensayo en soledad o de una ejecución pública en cualquier circunstancia. No obstante, da la impresión de que la situación del examen autoriza a los profesores a hacer cualquier cosa: hablar o hacer ruido mientras los ejecutantes están tocando, interrumpirlos a la mitad de una obra, o directamente no escuchar completo el repertorio que tanto les ha costado preparar. Por mi experiencia como ejecutante sé de las largas horas de práctica y memorización que requiere la preparación de un examen, y pienso que lo mínimo que pueden hacer los profesores es escuchar completo, en silencio y respetuosamente lo que el alumno ha traído para mostrar. Caso contrario, se hace difícil justificar una calificación que no sea un diez, porque en ese caso el calificado tendría derecho a solicitar que en la nota se ponderen también aquellas obras que no le han permitido tocar, o incluso que se revisen o reconsideren aquellos pasajes durante cuya ejecución los profesores no estaban prestando la debida atención porque charlaban animadamente de otras cuestiones...
En definitiva, y con los matices propios de cada caso, sostengo que esas situaciones constituyen claras expresiones de violencia académica que afectan tanto a examinadores como a examinados, y que sería deseable comprender su origen para así eliminarlas. Llegamos aquí entonces a la pregunta central de este trabajo: ¿qué es lo que lleva a los profesores a tener esas actitudes y conductas humanamente incompatibles1? Pienso que las posibles justificaciones pedagógicas y curriculares −y ciertamente también las musicales− por sí solas son demasiado parciales como para ofrecer una explicación satisfactoria; más bien, deberíamos concentrarnos en los fundamentos socioculturales que determinan tales actitudes y conductas. Con ese objetivo, a continuación me ocuparé del papel de los exámenes en la cultura y la educación en general, en los conservatorios en particular, y por último buscaré los motivos profundos en la construcción cultural del otro característica de la música clásica, concepto este último que, comenzando como una inocente inquietud estética, termina determinando una ética que –a mi manera de ver– resulta absolutamente cuestionable para los tiempos que vivimos.

1 Ver Musumeci (2002) para una definición de educación humanamente compatible.



LA ABYECCIÓN POR EL OTRO
El papel de los exámenes en la cultura
Las críticas a la idea del examen en la educación no son nuevas. En su artículo Historia del mérito: el examen, Roxana Kreimer (2007) nos ofrece una completa reseña del origen y evolución del concepto de examen desde la antigüedad hasta nuestros días, y de los cuestionamientos que ha suscitado su utilización en la educación.
Así, para Deodoro Roca –de notable actuación en la reforma universitaria argentina de 1918− el sistema educativo basado en exámenes constituía una ‘falsa educación que reposa en una cabal falta de respeto por el discípulo’, ya que ‘hace depender de un éxito, de una buena jugada toda una vida’ (1930). Roca afirmaba que el examen no favorece el desarrollo del alumno sino que se trata de un medio por el cual el profesor adquiere un poder ilegítimo sobre él.
Un argumento parecido, aunque cargado de connotaciones políticas, fue sostenido por los estudiantes del Mayo Francés (sine loco, 1969), quienes en un graffiti escribían ‘Examens = servilité, promotion sociale, société hiérarchisée’ (Exámenes = servilismo, promoción social, sociedad jerárquica). La expresión más acabada de estas ideas la ofrecieron Bordieu y Passeron (1996 [1970]), quienes vieron en el examen un instrumento funcional a la reproducción escolar de las diferencias sociales:
“No hay nada mejor que el examen para inspirar a todos el reconocimiento de la legitimidad de los veredictos escolares y de las jerarquías sociales que éstos legitiman, porque conduce a los eliminados a asimilarse a los que fracasan, mientras permite a los que son elegidos entre el reducido número de elegibles ver en su elección el reconocimiento de un mérito o de un don que habría hecho preferibles a los demás en cualquier caso.” (p. 218)
Foucault (1989 [1975]) fue el primero en asimilar el papel que le toca al profesor durante el examen con la función del verdugo, planteando que a lo largo de la historia
“un ejército entero de técnicos ha venido a relevar al verdugo, anatomista inmediato del sufrimiento: los vigilantes, los médicos, los capellanes, los psiquiatras, los psicólogos, los educadores” (p. 19, énfasis agregado)
El examen para él es uno de los pilares de la sociedad disciplinaria, y el momento donde se manifiesta más claramente el papel subordinado del saber respecto del poder, uniendo en un solo acto ‘el despliegue de la fuerza y el establecimiento de la verdad’ (p. 189).
Más contemporáneamente, entre los propulsores del movimiento de ‘Educación para la Paz’ norteamericano, encontramos algunos educadores legítimamente preocupados por la obsesión examinadora de los tecnócratas educativos (o, más precisamente, testocrats2, algo así como examócratas) de la administración de G. W. Bush (h), quien instara a sus compatriotas a ‘no dejar ningún niño sin examinar’ (Congreso de los EE.UU. 2001). Así, algunos educadores proclaman la idea de que:
“las pruebas y exámenes son formas de violencia académica. Algunos de los maestros más grandes de la historia – Sócrates, María Montessori, Robert Frost en Amherst – nunca tomaron exámenes. ¿A quién debería yo seguir: a ellos o a Bush?... El aprendizaje basado en el miedo campea en las escuelas secundarias que ofrecen cursos de Ingreso Anticipado3 y Bachillerato Internacional: el temor de quedarse atrás, el temor de no ingresar a una universidad líder, el temor de quedar marcado como un bobo4... si los exámenes midieran el carácter, la moral, la amabilidad o la capacidad de amar, podrían tener algún valor. Pero no lo hacen; más bien dependen de la astucia, la memorización, el stress, el atiborrarse de conocimientos y, cuando se puede, de copiarse.” (McCarthy 2005)
Aunque la problemática, el contexto social y educativo que genera esas opiniones –principalmente escuelas de educación primaria y secundaria en ambientes sociales marginales– y el trasfondo político que posee el debate pueden parecer alejados de nuestro objeto de estudio, las ideas de fondo aún son válidas.
Realizando una búsqueda por Internet sobre el tema con términos como examen, violencia académica, o stress −entre otros−, encontramos escasos trabajos específicos sobre el tema. Por ejemplo, hay un estudio que atribuyó rasgos de personalidad ‘psicopatológicos’ a los alumnos que se ponían nerviosos durante los exámenes en una carrera de medicina (Sender et alter 2004), y otro que ha confeccionado una ‘escala de estrés académico’ ante los exámenes (De Pablo et alter 2002). Sin embargo, el resto de las referencias disponibles, aunque reconocen en general que ‘[e]l examen es vivido antes, durante o después como una amenaza, algo insuperable, peligroso’ (a. d. 2007), se limitan solamente a sugerir paliativos para que los estudiantes no se pongan nerviosos (ver por
2 ver McCarthy 2005.
3 Advanced Placement en el original, son cursos opcionales en áreas específicas cuya aprobación permite el ingreso de los alumnos a la universidad.
4 dummy en el original.
Actas de la VI Reunión de SACCoM 209
MUSUMECI
ejemplo Gabinete Psicopedagógico de la Universidad de Granada, 2007). Lo que llama la atención de estos y otros materiales similares es que ponen el énfasis en analizar y/o remediar los efectos del malestar relacionado con los exámenes, pero nada se menciona de las causas que lo provocan. En tales trabajos el examen –pese a sus características nocivas para el bienestar de los examinados− asume la categoría de dogma educativo incuestionable, y se considera que las víctimas son quienes deben adaptarse a la situación.
Quizá la excepción más notable la constituya un estudio realizado en nuestro país por investigadores de la Universidad Nacional del Litoral preocupados por los efectos nocivos que pueden tener los exámenes sobre la salud de los estudiantes. Así, Doliani y Moreyra (2002) encontraron que los alumnos sometidos al estrés de un examen oral universitario presentaban ‘problemas de la piel, gastrointestinales, trastornos del sueño y el apetito, dolores cervicales y musculares, resfríos y hasta fiebre y conjuntivitis’, afirmando que la acumulación de estas alteraciones, con la consiguiente producción de cortisol –la hormona del estrés– puede llegar hasta el punto de destruir neuronas. Así, los investigadores se cuestionan ‘qué estamos haciendo con la salud de los alumnos a lo largo de una carrera universitaria’ y advierten que en el futuro ‘debería modificarse la tradicional modalidad de examen final oral, con tribunal, por otras que eviten temor al alumno.’
Los exámenes en los conservatorios
Hay un puñado de estudios sobre los exámenes en los conservatorios. Maugars (2006), utilizando cuestionarios y entrevistas, investigó las actitudes hacia los exámenes de los profesores de conservatorios franceses. Encontró que existía un gran acuerdo entre ellos respecto de tópicos generales como ‘la necesidad de criterios claros para la evaluación’ (p. 7), pero sin embargo mantenían posturas directamente opuestas respecto de asuntos que sin duda influyen directamente sobre esos criterios, como por ejemplo, si el examen ‘evaluaba objetivamente las habilidades de los alumnos’, o si era ‘injusto que la decisión del jurado fuera irrevocable’ (p. 8). En definitiva, la mitad de los entrevistados consideraba que ‘el alumno era directamente responsable de su éxito: o eran “incapaces” o “estudiosos”’, mientras que la otra mitad pensaba que ‘no se debía culpar directamente al alumno y que debían considerarse otros factores que influían en el éxito del examen’ (p. 9). En general Maugars encontró que ‘los maestros del estudio enfrentaban muchos obstáculos, temores, barreras y actitudes [sic] psicológicas’ (p. 11), presentando en definitiva posturas ‘paradójicas’ (p. 9). Davidson y Scutt (1999) también estudiaron los exámenes de instrumento en importantes conservatorios británicos, encontrando que al respecto las instituciones se preocupaban más por la reputación de la escuela que por la experiencia de aprendizaje de los alumnos. Las mismas autoras también señalan que era común que los alumnos temieran el momento del examen, mientras que los profesores tendían a defender su reputación y a negar su responsabilidad por el desempeño de los alumnos.
Mis propios estudios sobre los exámenes del conservatorio −aunque no se refieren a los de instrumento sino a los de audioperceptiva− muestran sin embargo algunas características aquí pertinentes, en el sentido de que dan cuenta de la violencia académica que ejercen los profesores sobre los alumnos. En uno de ellos (Musumeci 2003) traté de mostrar cómo los aspectos ‘deportivos’ de los exámenes someten a los alumnos a un stress innecesario que conspira contra su bienestar psicofísico y disminuye su rendimiento académico. Otro trabajo (Musumeci 2005) consistió en un estudio de entrevistas principalmente con alumnos que habían sido aplazados repetidas veces en los exámenes de Audioperceptiva. En él expuse algunos aspectos referidos a las relaciones de poder que se juegan entre alumnos y profesores, en las que lógicamente los primeros siempre llevan las de perder. Es especialmente destacable que la mayoría de los testimonios indicaron que los profesores con mayor reputación académica eran justamente aquellos considerados ‘inflexibles’ e ‘intolerantes’, y que consecuentemente contaban en su haber con un mayor número de alumnos aplazados. Para resumir el espíritu de las conclusiones y recomendaciones de este último estudio, y de paso para mostrar que no es en absoluto un problema local, y ni siquiera específicamente musical, hago propias la siguientes opiniones provenientes de educadores de Europa y los Estados Unidos respectivamente:
“Un elevado número de suspensos no debe confundirse con una alta calidad en la docencia, sino que más bien parece un indicador de que esta calidad no es buena y consigue, en muchas ocasiones, desesperar a los alumnos” (Defensor Universitario de la Universidad de Alicante 2002)
“Algunos profesores realmente se jactan de su mal comportamiento pedagógico, y sus colegas los admiran por eso. Se autodefinen orgullosamente como ‘examinadores duros’5, que toman ‘exámenes asesinos’, en los cuales muchos alumnos desaprueban y casi todos los demás apenas logran un rendimiento pobre. Eso es un agravio auto infligido.
(5 hard-nosed graders en el original.)

Un maestro competente hace cantar al contenido del curso y se alía con los estudiantes para el desarrollo de sus habilidades. Si los alumnos no logran un rendimiento sobresaliente, o bien no funcionan adecuadamente como tales, o el enfoque pedagógico necesita cambiarse radicalmente” (Puka 2005)
Nos encontramos entonces con que los estudios reseñados, realizados en contextos y latitudes distintas, muestran no obstante algunas similitudes notables. Porque si bien, como apunta Maugars, ‘las actitudes de los maestros frecuentemente depend[en] de su experiencia y sus convicciones pedagógicas’ (op. cit., p. 9), existe no obstante cierta uniformidad en las actitudes y conductas de los profesores que no puede ser atribuida a aspectos psicológicos o existenciales; estas semejanzas trascienden la esfera de lo individual para convertirse en un patrón sociocultural. Se diría que ciertas actitudes violentas hacia los alumnos se aprenden del contacto cotidiano con los colegas más experimentados, es parte del curriculum no escrito, una tradición que se transmite oralmente al igual que otros tantos aspectos de la carrera de músico clásico (ver Kingsbury, op. cit.). En la próxima sección buscaré el origen de esas actitudes y conductas en ciertos elementos socioculturales que conforman la ideología de la música clásica.
Kramer y la ‘lógica de la alteridad’
A pesar de que los trabajos sobre los conservatorios son escasos, invariablemente en todos ellos se mencionan las características nocivas de su ambiente social. Así, Nettl (1995) afirma que las escuelas de música son
“instituciones que abundan en conflicto e inequidad, en donde los grupos de población y sus aliados musicales conspiran constantemente por mantener una posición, en donde pocas cosas se dicen sin hacer comparaciones evaluativas, y donde todos llevan la cuenta” (pp. 144-5).
Yo mismo, además de los trabajos ya mencionados, he ofrecido algunas reflexiones sobre las contradicciones y dilemas morales que se les plantean a los profesores educados en la tradición clásica cuando intentan adaptarse a la atmósfera sociocultural contemporánea denominada a grandes rasgos posmodernismo. La actual reconsideración de la razón, la subjetividad, y en definitiva toda la gama de contrastes entre el pensamiento moderno y posmoderno que ha visto la luz durante las últimas décadas tiene correlatos no sólo teóricos sino también prácticos. Las consiguientes implicancias morales y políticas resultan especialmente cruciales para nosotros, profesionales de la música clásica (ver Musumeci 2004).
Pero sin duda el autor que nos proporciona mayores elementos para buscar las raíces socioculturales de la violencia académica que campea en los conservatorios es Lawrence Kramer. En su libro Classical Music and Postmodern Knowledge [Música Clásica y Conocimiento Posmoderno] (1996) Kramer postula que la música clásica no es sólo ‘un objeto que invita a la recepción estética, sino también...una actividad que configura profundamente las identidades personales, sociales y culturales de sus oyentes’ (p. 34). Según él, la estética de la música clásica se construyó contemporáneamente con la subjetividad del hombre moderno a partir de mediados del S. XVIII, y ambas se basaron en un tipo de ‘pensamiento binario’ caracterizado por la oposición del yo con el otro. En general conceptos como razón, actividad, progresión, unidad o límites se han asociado con el yo, mientras que al otro se lo ha identificado con irracionalidad, pasividad, estancamiento o regresión, fragmentación y disolución de los límites. Esta ‘lógica de la alteridad’ –y la contradicción sistemática en la identificación del otro con el yo− ha determinado en rasgos generales que históricamente la cultura dominante privilegiara lo masculino sobre lo femenino, lo racional sobre lo irracional, la heterosexualidad sobre la homosexualidad, la razas ‘blancas’ sobre las demás, el occidente sobre el oriente, la civilización sobre la barbarie, y la cultura elitista – o elevada – sobre la popular.
De la misma manera, en el plano estético la música clásica también ha funcionado y todavía funciona
“estableciendo oposiciones entre un yo unitario y normativo, usualmente investido de significación universal, y una pluralidad de otros desviados o imperfectos. Los otros se definen por negación; son todo lo que el yo no es, son los espejos en los que el yo reconoce su propia identidad... [C]uando la historiografía musical construye esas oposiciones, produce un ‘otro’ dentro del campo de la práctica musical con el objetivo de crear un espacio para el yo dentro de ese mismo campo” (Kramer op cit. pp. 34-5)
Kramer explica que ‘categorías aparentemente abstractas siempre cumplen una misión cultural concreta, sirviendo a intereses sociales y disciplinarios y moldeando subjetividades’ (p. 38). De esta manera, ciertas dualidades estéticas han trascendido largamente el campo de lo teórico hasta engendrar políticas culturales cuyos efectos duran hasta el presente. El autor brinda ejemplos de cómo este ‘pensamiento binario’ se ha manifestado históricamente en la caracterización de distintos estilos musicales dentro de la misma música clásica. Así,
(Actas de la VI Reunión de SACCoM )

“[l]a superficialidad judía (burguesa y de melodías diferenciadas) se opone al organicismo germánico (revolucionario y motívicamente ininterrumpido) en Wagner; la superficialidad del iluminismo francés (vertical y mecánico) se opone al organicismo germánico (lineal y vitalista6) en Schenker... La opinión de Wagner de que Mendelssohn sólo era capaz de parodiar el arte auténticamente grande todavía constituye la base de la recepción moderna de Mendelssohn; la complejidad contrapuntística y la integración estructural todavía son los signos estereotípicos de la profundidad musical” (p. 39).
La estética clásica abunda en ejemplos de esta oposición entre la forma −arquetipo de dominio racional− y la sensualidad irracional de otras músicas, sean estas populares, étnicas, o incluso −como vimos en la última cita− académicas pero consideradas superficiales. Todas esas oposiciones o contradicciones son necesarias para realzar el papel trascendente del paradigma estético elegido como propio, el yo, de manera que todos esos otros que lo amenazan o lo ponen en peligro se convierten en abyectos y son rechazados visceralmente.
Pero el análisis del origen y manifestación de esta abyección no se agota en la oposición entre forma y sensualidad en términos de distintos estilos musicales. La misma música clásica por un lado funciona estéticamente como un medio para ‘elevar y universalizar al sujeto’ a través de la forma −apunta Kramer (op. cit.: 34)−, mientras que por el otro tiene la capacidad para humillarlo, desestabilizarlo, e incluso degradarlo y aniquilarlo a través de la sensualidad. La idea de lucha contra el otro abyecto que pone en peligro la integridad del yo se manifiesta de numerosas maneras y a distintos niveles dentro de la tradición musical occidental. Por ejemplo, Susan McClary (1991) ha analizado la estética clásica en términos de las representaciones de género, llegando a plantear que el paradigma tonal clásico por antonomasia, con su alejamiento de la tónica y su regreso ‘luego de atravesar, y en definitiva anexar o dominar un territorio extraño’ −comenta Kramer (op. cit. p. 36)− puede verse como la batalla y el triunfo del yo racional, controlado y masculino, contra el otro irracional, sensual y femenino. Asimismo, en la historia de la música de inspiración decimonónica este yo heroico se encarna frecuentemente en la figura del compositor, sobre todo en Beethoven, quien representa la figura arquetípica del varón violento que sólo puede alcanzar trascendencia musical al triunfar con la forma, controlada y racional, sobre la ‘otredad’ de los materiales irracionales y el destino impredecible (ver Musumeci 2006).
Pero estas contradicciones generadoras de un otro abyecto no se agotan en la definición de las posturas estéticas, los sistemas tonales o la tarea de los compositores, sino que se extienden también a la práctica de la ejecución. De relevancia directa para los exámenes de instrumento que nos ocupan, también los intérpretes son presa de esta contradicción y son vistos como ‘soldados al servicio del orden contra el caos’ (Small 1977, p. 83). Llamativamente, en la película Claroscuro7 (Hicks, 1996) un gran maestro de piano le dice a su discípulo ‘tocar es un riesgo, si hay un error, alguien sale lastimado’ (49’50”), aludiendo sin duda a la situación en que se encuentra el yo cuando enfrenta la amenaza de otro que plantea un desafío difícil e irrenunciable, consistente en este caso en el dominio del instrumento – que es ‘un monstruo al que hay que dominar’, en las palabras del mismo profesor – o tal vez en una interpretación de la partitura que esté a la altura de la epopeya que atravesó el compositor para crearla. Durante el examen el individuo debe resolver esa peligrosa dualidad ante la mirada inflexible del jurado de profesores que es el encargado de dictaminar si ha tenido éxito o no. Si ha fracasado, aunque sea parcialmente, entra en juego lo que Kramer llama ‘la abyección por el otro’ y el sujeto − ese otro abyecto − debe ser necesariamente defenestrado para preservar el dominio del yo que representa la tradición clásica encarnada por los profesores. Si acaso trataran de suavizar su caída −brindándole consuelo o compasión− correrían el riesgo de caer ellos también junto con él.

Conclusión
Lo inquietante de estas contradicciones es que tanto a nivel individual como colectivo, y en una medida mayor de lo que desearíamos, todavía dependemos de ellas para la valoración y transmisión de la música clásica8. No son meramente cuestiones teóricas o abstractas, sino que en la

6 vitalistic en el original.
7 Shine es el título original.
8 Justamente, la intención principal del libro de Kramer es superar esta encrucijada, ‘teorizar los términos en los cuales un invalorable cuerpo de música puede sobrevivir a la disolución del orden cultural que lo albergó’, para lo cual propone que será necesario encontrar ‘campos de acción y valor más amplios’ (op. cit. p. 34). El autor propone transferir el valor disciplinario de la lógica de la alteridad a una escucha performativa, aclarando que ‘no es que esa lógica vaya a dejar de operar: pero operará al modo de una fantasía consciente, capaz en todo momento de abrirse a la lógica más flexible, plural y contingente de la experiencia musical posmoderna’ (p. 65). Kramer asimila a esta última con una experiencia caótica, y propone que en ese sentido ‘la experiencia musical no admitiría ser organizada alrededor de principios estéticos y estructurales familiares, sino que admitiría ser regulada por un ‘atractor extraño’’ (p. 66).

práctica acaban determinando nuestro comportamiento social. Dicho de otra manera, no podemos pensar inocentemente que esta lógica de la alteridad se circunscribe a lo estético, sino que resulta evidente que posee claros correlatos éticos. Esto se manifiesta especialmente en los conservatorios −por antonomasia las instituciones destinadas a reproducir y perpetuar estos valores−, donde disfrazadas por el interés estético, y muchas veces tal vez ejecutadas de buena fe, se alientan y justifican todo tipo de prácticas humanamente incompatibles.
En el caso de los exámenes de instrumento, propongo que la abyección por el otro se manifiesta como un profundo rechazo contra aquellos que son percibidos como incompetentes. Durante los exámenes las actitudes y conductas de los profesores hacia aquellos alumnos supuestamente poco talentosos translucen un desprecio que raya en lo patológico, y que sólo puede comprenderse si recurrimos a la interpretación psicosociocultural ofrecida por Kramer, que involucra la identificación del profesor con ese otro aberrante y el propio temor de ser convertido en él. ¿Qué sucede en la mente y el espíritu de estos profesores en el momento del examen? ¿Qué oscuros temores y designios se agitan en su interior para terminar manifestándose de forma tan despiadada? La respuesta está en la misma ética que es producto de la concepción estética de la música clásica: la amenaza a la identidad propia y la necesidad de crear un espacio para el propio yo a expensas del otro, con la consiguiente inseguridad, subjetividad y violencia implícita y explícita resultantes. ¿Qué les pasa a los soldados que pierden las batallas, a los que no logran dominar a los monstruos, o a aquellos que no están a la altura de lo que se esperaba en circunstancias trascendentes? Pues se tienen bien merecida la humillación y el desprecio; algunos deben sacrificarse, algunos deben fallar y ocupar el lugar del otro abyecto para que la lógica de la alteridad siga teniendo sustento: es o ellos o nosotros.
Por último, no deja de resultar asombroso que tal abyección a veces ni siquiera necesita justificarse en una interpretación musical pobre o errónea, ya que frecuentemente los motivos musicales para un aplazo −como la anécdota del alumno de guitarra que relato en la primera sección− son muy difíciles de sostener y dependen de prejuicios que rayan lisa y llanamente en la discriminación. Éstos pueden ser, por ejemplo, la preservación del nivel musical de la institución, el desagrado por una determinada combinación instrumental, el uso no tradicional de un instrumento, o directamente la actitud o el aspecto físico del que toca. De manera que para convertirse en abyecto el otro a veces ni siquiera necesita ser escuchado, bastando con que determinados indicios externos −como el uso de un amplificador, el pelo largo, o determinados modales− lo conviertan en una amenaza potencial para la tradición de la música clásica. Durante los exámenes los profesores tienen ‘licencia para aplazar’9, les encanta utilizarla, y lo hacen con total impunidad.
Discusión
En una educación artística ideal los exámenes no existirían, ni tampoco las calificaciones; serían los propios educandos quienes decidirían cuándo están listos para los desafíos profesionales planteados y, en todo caso, si todavía fuera deseable o necesaria una situación formal de acreditación a la manera de un ‘ritual de paso’, lo que hoy conocemos como examen sería reemplazado por una demostración distendida de lo que el otrora estudiante y ahora graduado puede hacer. Debería ésta ser una instancia jubilosa y no un ritual cargado de violencia y tensiones: luego de un tiempo de mutuo aprendizaje, maestro y discípulo deberían sentir una mezcla de satisfacción y buenos deseos; y todo esto debería seguir verificándose aún en el caso de que ambos, el que muestra y el que escucha, no se conozcan de antemano, como cuando los alumnos son ‘libres’. El sólo hecho de templar un instrumento y disponerse a tocar para alguien me parece un gesto que merece atención, respeto y agradecimiento, independientemente de la impresión musical posterior que nos deje.
Pero excede el marco de este estudio el plantear una educación ideal desprovista de exámenes, y de todas maneras un cambio tan radical parece muy lejos de vislumbrarse. Por otro lado, sería erróneo interpretar que estoy proponiendo que, en el actual contexto educativo institucional, todos los estudiantes que se presentan a un examen deban automáticamente ser aprobados con la calificación máxima. De manera que el presente trabajo no zanja ni reemplaza los debates sobre otras cuestiones problemáticas relacionadas con la evaluación del aprendizaje de un instrumento dentro de los conservatorios. Probablemente deberían explorarse alternativas pedagógicas para que la evaluación se integre dentro del proceso de aprendizaje y así la acreditación de los alumnos no dependa solamente del desempeño final en el examen. Tal vez también resultaría útil conocer cuál es la real importancia de los exámenes para la carrera de aquellos que desean convertirse en intérpretes profesionales –solistas o músicos de orquesta– y qué función cumplen en cambio para aquellos que aspiran a especializarse como maestros o profesores de música.
No obstante, mientras sigan existiendo los exámenes, la mirada que aquí ofrezco puede, en el peor de los casos, constituir un aporte alternativo y complementario para comprender el fenómeno.
9 De la misma manera que James Bond, el agente 007, tenía ‘licencia para matar’.
Actas de la VI Reunión de SACCoM 213

En el mejor de los casos, espero que mis ideas contribuyan a evitar que los exámenes de instrumento sigan siendo una experiencia traumática que sitúa a los protagonistas en el papel de víctimas y verdugos, con el consiguiente malestar para todos los que participan, sean alumnos o profesores. Sugiero o, mejor aún, recomiendo encarecidamente a los profesores que adopten una postura más humana y respetuosa durante los exámenes. Nadie ‘sale lastimado’ si se cometen errores, y los ‘monstruos’ sólo están en la mente de aquellos que triste y pobremente creen imaginar que de una interpretación mejor o peor puede depender la plenitud de una vida.

Referencias
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Actas

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