“EN CONTRA DE BAJAR
LA EDAD DE IMPUTABILIDAD”
Norberto Alayón
Trabajador Social.
Profesor Consulto de la UBA
Hacia 1997 escribí una breve nota (“Adolescencia:
violencia y castigo”), posteriormente publicada en el libro “Niños y
Adolescentes” de Editorial Espacio, la cual se relaciona con las propuestas
actuales (una vez más reiteradas) de bajar la edad de imputabilidad.
En dicho texto expresábamos:
“Pareciera que cuando se habla de
violencia, de aumento de la violencia, la asociación más rápida y directa que
hace la sociedad está referida al castigo necesario para controlar dicha
violencia, para reprimirla, para que no prolifere.
Menos frecuente, o más tedioso para
algunos, resulta volver a pensar acerca del por qué de la violencia, de los
orígenes sociales de la misma, de modo de alejarnos de concepciones
“biologicistas” y de los impulsos de revancha primaria que nos suelen invadir.
Esta sensación y percepción primaria,
poco elaborada e irreflexiva, a menudo gana el pensamiento y la acción, ya no
sólo se los sectores frontalmente reaccionarios y punitivos, sino también el
pensamiento de muchos de nosotros, ante la incertidumbre, la indignación y el
miedo que nos producen determinadas acciones delictivas, especialmente las que
implican la pérdida de vidas humanas.
La primer pulsión, entonces, nos
encamina a la ecuación violencia-castigo; más violencia-más castigo; violencia
precoz-reducción de la edad de imputabilidad, para el castigo precoz.
Pensamos más en reprimir que en
prevenir. La prevención constituye una acción madura, reflexiva, moderna. La
represión, por el contrario, encarna posiciones de mero revanchismo, de
disciplinamiento socialmente diferenciado, de enmascaramiento de posiciones
racistas.
¿A quiénes se castiga más en nuestras
sociedades? A los más pobres, a los más desprotegidos, a los más
estigmatizados. Los sectores sociales más vulnerados, ante la ausencia de
oportunidades, son virtualmente impelidos a la delincuencia y luego son los más
severamente castigados, configurando un férreo “círculo vicioso”, acerca de lo
cual la sociedad no puede eximirse (cándida o hipócritamente) de
responsabilidad.
La criminalización de la pobreza no es
una ficción; es una terrible constatación cotidiana y no sólo de esta época.
Todos sabemos que, a menudo, se detiene y se encausa a las personas por mera
“portación de cara”. Y cuando esa persona registra más de una causa (no importa
si la misma fue instruida indebidamente o aún si fue absuelta) ya queda
estigmatizada como “antisocial” o delincuente.
Una sociedad cabalmente moderna no
debe ser impropiamente permisiva, pero tampoco puede admitir -si se precia de
democrática- la vigencia de criterios inequitativos para la administración de
la justicia.
Ni más castigo, ni aumento de las
penas, ni más cárceles, podrán combatir eficazmente la violencia, si no se
ataca a ésta en sus orígenes, en las causales de índole estructural que
sobredeterminan su presencia creciente.
Los castigos más severos, las
condiciones indignas y medievales de reclusión, la pena de muerte, no resuelven
los niveles de delincuencia y de violencia. Precisamente porque se abandona el
lúcido y necesario ejercicio de ahondar en el origen de estas problemáticas
(que indudablemente es social y no individual) para poder enfrentarlas en su
génesis más significativa.
Cada tanto las sociedades pretenden
“limpiar” su propia responsabilidad e impotencia y salen despavoridas a buscar
“chivos expiatorios” para redimirse momentáneamente.
Por eso la prevención, que requiere de activas políticas públicas -tanto
globales como puntuales- debe asumirse como el instrumento más idóneo para la
disminución de la violencia.
Si aumenta la violencia en una
sociedad, más que enloquecernos punitivamente para ver en cuánto aumentamos las
penas o hasta donde bajamos la edad de imputabilidad (hay quienes
irresponsablemente hablan de los 12 años), tendríamos primeramente que
preguntarnos en cuánto aumentó la pobreza, en cuánto aumentó el desempleo y el
subempleo, en cuanto se flexibilizaron y redujeron los salarios, en cuánto se
debilitaron los derechos a la salud, a la educación, a la vivienda, a la
seguridad social. Es ahí donde tenemos que buscar y atacar las causas
principales de la violencia y no meramente en los efectos últimos, aunque éstos
resulten trágicamente horrorosos.
La sociedad tiende a olvidar o
desestimar el profundo significado de violencia que entraña el padecimiento de
pobreza cotidiana. La realidad de la pobreza, en sí misma, es profundamente
violatoria y violenta.
Conviene aclarar que no nos sumamos a
esas posiciones discriminatorias y estigmatizantes, que relacionan
mecánicamente el aumento de la pobreza con el aumento directo de la violencia.
Y que entonces -desde esa asociación sesgada- concluyen en que los pobres son
los principales delincuentes. La mayor relación de los pobres no es con la
criminalidad, sino con la criminalización de la que son objeto.
Convivimos, a diario, con la violencia
del desempleo, con la violencia de los salarios insuficientes, con la violencia
de las familias pauperizadas, con la violencia de los niños y adolescentes sin
escolaridad, con la violencia de la desnutrición y la mortalidad infantil, con
la violencia de las viviendas insuficientes, con la violencia de los niños de y
en la calle, con la violencia del tráfico y venta de niños, con la violencia de
los narcotraficantes impunes, con la violencia de las mafias emparentadas con
los altos poderes, con la violencia del despojo a los jubilados, con la
violencia de la justicia no independiente, con la violencia de la ostentación
obscena de los enriquecidos vertiginosamente.
Si vivimos en este marco de violencia,
¡qué tanto asombro y alharaca cuando un chico comete un acto violento! ¿Nos
molesta como sociedad porque el espejo nos devuelve la imagen de lo que somos?
¿Ansiamos encarcelarlo, hacerlo desaparecer de nuestra vista, si es adulto
aplicarle la pena de muerte, en una réplica miserable del acto instintivo de
los gatos cuando intentan ocultar su propia excrecencia?
Demasiado sanos son todavía nuestros
adolescentes, y especialmente los más pobres, quienes sometidos a una violencia
estructural sin parangón, no reaccionan en idéntico sentido y con igual
intensidad.
Si los adolescentes no están en la
escuela o en el trabajo, ¿dónde están?, ¿qué hacen?, ¿cómo y de qué viven? Seguramente ansiarán ir a bailar, asistir a
una cancha de fútbol, fumar, tomar una cerveza, invitar a su novia, tener
relaciones sexuales. Si no tienen autosustento y sus padres no los pueden apoyar
económicamente, ¿asumirán dócilmente verse privados de estas actividades
propias de su edad, mientras simultáneamente están inducidos, por la cruda
lógica del mercado, al consumo indiscriminado de lo útil y de lo innecesario?
¿procesarán racionalmente la certera percepción de que no tienen presente, ni
futuro, en este modelo societario de exclusión?
Cabe que nos interpelemos acerca de
qué tipo de sociedad estamos construyendo, para que luego, cuando estemos
frente a la terrible desgracia de que un niño o un adolescente mate a otra
persona, no salgamos despavoridos a buscar razones biológicas o genéticas en
los “niños asesinos”, a tratar de penalizarlos más severamente o a intentar
bajar la edad de imputabilidad para esos delitos.
La delincuencia y los delitos se
construyen socialmente y luego, sólo en el eslabón más débil de la cadena, se
aplican los castigos individuales, como una mágica creencia de haber
solucionado el mal o para aliviar nuestra conciencia por lo que no hicimos
oportunamente para prevenir.
Los adolescentes y los niños expresan
y reconstruyen, con sus comportamientos, las características de la sociedad en
la que viven.
Las sociedades que asumen modelos
político-económicos con un gran componente de violencia estructural (como la
pobreza, por ejemplo), terminan cosechando lo que siembran. De ahí que la clave
es la prevención y no el castigo.
Norberto Alayón
Profesor Consulto de la UBA
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O sea, que puede seguir su ruta justificada de impunidad y delito!!!
ResponderEliminarHay muchísima gente POBRE que creció en esa realidad y no se vio empujada al delito, en todas las épocas hubo exclusión, en cada una la pobreza tuvo distinto significados.
Parece necesaria la presencia de jóvenes en estado de delito, pobres o no pobres; para que se sostengan estos discursos subjetivos, que también justificaron políticas sociales estériles.
La prevención empezaría por destruir la "Cultura del Garrón" (tenerlo todo sin esfuerzo ni costo, pero ya mismo!!)
No dice que los pobres actuales son más delincuentes que los de antaño. Dice que, merced a la corrupción, al narcotráfico aliado a las estructuras de poder (y por lo tnto impune), al abandono del estado que desmantela ls instituciones de prevención, lo pobres de hoy son pasto de la criminalización. No encuentran más salida que la violencia a la violencia que padecen. No hay contención que les permita ver que existen otras salidas. Para destruir la "Cultura del Garrón", tan funestamente estimulada por el gobierno anterior, será necesaria un dura tarea de reinsersión de aquellos que la practican a todo nivel: educacional, social, económico, cultural. Y dice que esa es la única forma de prevención que puede tener resultados. Que castigar al delincuente no es solución, porque siempre el delincuente es el eslabón más débil de una cadena que sigue intacta después de cstigado el emergente.
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