domingo, 8 de noviembre de 2020

Un naufragio (cuento)

Cuento publicado en el libro "Estantigua. Procesión de fantasmas" Molon Labe 2016


Un naufragio 

por Alberto Diaz



Y allí estaban. Todos flotando en un manto de terciopelo negro. Así se presentaba el mar. El cansancio se llevaba la voluntad y la sospecha de las criaturas marinas hacía el resto. Ya nadie quería seguir padeciendo. El lastre del naufragio se esparcía por doquier. Irónicamente, eso resultaba tranquilizador: al menos el espacio de la inmensidad quedaba recortado por fragmentos de lo humano. 

Nadie esperaba la tragedia, mucho menos en aquel barco. En cambio mis obsesiones me crisparon desde los preparativos para poner el pie en la escalerilla. Dormía con el salvavidas a mi lado y mis paseos por cubierta reparaban indefectiblemente en los botes salvavidas. Con la brisa en las mejillas ardientes, imaginé cientos de veces lo que ahora es una pesadilla. 

Una explosión, el desconcierto de la tripulación, la oscuridad total, el barco a pique, la incredulidad inicial, la certeza no aceptada y este final. Escuché cada alarido y cada chapuzón de cráneos partidos. –¡Aquí, por favor, aquí! –se oía–. El único que había previsto la desgracia se hallaba dentro de la única chalupa que mantenía su línea de flotación: yo. –¡Aquí, por favor, aquí! –se repetía–. 

El negro cielo, agujereado de luminiscencias, hallaba su espejo en el mar negro que me rodeaba; lo que en el cielo eran estrellas, en el mar eran cabezas emergentes de los sobrevivientes. 

A ninguno socorrí. Cuando cesaron de agitar sus brazos y sus bocas, enmudecieron por el cansancio y simplemente quedaron mirando hacia mi lado, como boyitas fluorescentes, pero sin luz. 

Yo no divisaba sus ojos. Sin embargo, figuraba que sus miradas me atravesaban cargadas de mil reproches y malos pensamientos. Aguardé viéndolos desaparecer. Una a una sus cabezas fueron sumergiéndose hasta que al fin no quedaron ni rastros de ellas. 

–¡Si les hubiera dado lugar, la desesperación nos habría mandado al fondo a todos! ¡Alégrense, al menos uno de nosotros se ha salvado! –les grité anegado en llanto. 

Pero aún no estaba verdaderamente a salvo. La desesperación también me visitó. Ahora estaba solo y la chalupa ganaba rápidamente agua. Pedí ayuda a los gritos. Supliqué por ayuda. –¡Que alguien haga algo! Pero nadie había. La chalupa se hundió. Primero lenta, luego apurada y bruscamente, tan solo para aumentar mi angustia y consternación. Aterido, temblaba imitando actos de contrición. El terror me paralizó y me hundí suplicando piedad. Luego. Algo sucedió. Perdí la conciencia, quizás. Lo cierto es que, ya asfixiado, vi los cuerpos de mis camaradas de tragedia por aquí y por allá esparcidos bajo el agua, irradiando una extraña luminiscencia. ¡Todos cada vez más cerca de mí, cercando una ronda macabra! Sus rostros, pálidos y macerados por la sal, sonreían. El goce de la muerte, que había comenzado a instilarse en mi cuerpo reclamando entrega y sumisión, de pronto fue expulsado y vi renacer el pavor. Marioneta ridícula, pataleé y braceé en vano para alejarme de ellos.  

Comprendí que venían por mí ya que sus manos, mecidas por las corrientes marinas, buscaban mis piernas, mis brazos, mi alma. Aquel último estertor me dejó laxo. De pronto, con lentitud de bailarines acuáticos, construyeron una trama blancuzca que me sostuvo llevándome hacia la superficie. Así, sostenido en esa red, permanecí quien sabe por cuánto. 

Me rescató un barco pesquero. Siendo el único sobreviviente, mi versión también lo fue. Aunque omití sólo pequeños detalles en la declaración, el capitán del pesquero no quedó conforme. La prolijidad de mi relato lo tornó suspicaz y en cuanto tuvo la oportunidad me reconvino, con amabilidad y firmeza, a que le confesase el motivo. Le confesé entre sollozos todo lo que había pasado: mis obsesiones, mi egoísmo … en fin, todo. Y también que hubiera perecido de no haber sido por los cadáveres de los náufragos. –¡Ellos me salvaron! Al escuchar esto, el capitán cambió su mirada torva. Mantenía una mano apoyada en mi hombro cuando dijo que a veces bancos de sal navegan bajo la superficie haciendo más livianos los cuerpos y, por ende, su flotabilidad. –El océano guarda infinidad de historias fabulosas, pero le aseguro que el único milagro aquí es que estas instancias acontezcan sólo cuando a un cobarde se le da una nueva oportunidad –creo haberle escuchado decir–. Pero de ello no podría dar fe. 


A Renzo Andrés Zuñiga

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